sábado, 5 de junio de 2010

La casa del árbol

La construimos en un terreno baldío que con la ayuda de nuestros padres y vecinos tomó la forma de un pequeño parque, digno de nuestros juegos infantiles. La casa la hicimos mi padre y yo. Mi padre y yo y Nino.

Nino era el chico de la casa de enfrente. Se había mudado poco antes de que yo naciera. Él dice que recuerda el día y el momento exacto en que me conoció, pero creo que sus recuerdos se fueron construyendo a partir de una anécdota que mi madre exprimió hasta secar por completo y que contaba cada vez que alguna visita llegaba a la casa y nos encontraba a mí y a Nino jugando videojuegos o peleando en la sala o comiendo pan con cajeta.

− Fue cuando Gina cumplió un año. Regresábamos de su fiesta de cumpleaños, yo apenas podía con ella, la pañalera y algunos regalos. Estaba por abrir la puerta cuando un niño que se paseaba en su triciclo se acercó y me preguntó “¿cuántos años tiene?” Le respondí que hoy cumplía un año e inmediatamente preguntó muy indignado: “¿Por qué no me invitó a la fiesta?” ¿Te acuerdas, Nino?

A lo que Nino respondía siempre que sí y agregaba uno que otro detalle a la historia para confirmarlo. Yo sabía que Nino mentía simplemente porque cada vez daría un detalle diferente y contradictorio: un febrero traería un jersey rojo, un abril usaría una camiseta azul, recordaba que hacía un calor demoniaco en octubre y en diciembre que había sido justo después de una tarde lluviosa. Aún así, nunca me atrevía a confrontar la veracidad de su historia, tal vez porque siempre tuve la ligera sospecha de que dentro de la mente de Nino cada detalle, por contradictorio que fuera, había sido indiscutiblemente verdad.

Nuestra casa del árbol no era como cualquier casa, era una verdadera obra de arte. Mi padre se encargó de ello. Había hecho todos los muebles de la casa y encontraba la carpintería más que un trabajo una pasión. Cada fin de semana me sentaba en un banco en una esquina de la cochera y lo veía trabajar. En cada corte de la sierra, en cada línea que delicadamente trazaba con el router, veía en sus ojos el brillo que debe de tener un alpinista al llegar a la cima del Everest. Mi padre no era carpintero, era un artista.

Así, en un rato de ocio, mi padre nos colocó a Nino y a mí una careta, unos lentes protectores, un par de guantes y nos puso a trabajar. Nos tomó dos semanas de nuestro precioso tiempo de verano acabarla. Pero al final se erguía más hermosa que el Taj Mahal, o al menos para Nino y para mí así era. Para Nino y para mí y para mi padre.

Resistente a todo tipo de inclemencias, la casa del árbol aguantó todos nuestros juegos y nuestras guerras. Aguantó la nieve, la lluvia y el columpio que le añadiríamos después como un anexo al que alguno de los dos huiría después de una pelea acalorada. La casa permaneció intacta a través de los años. Era como si los días no pudieran tocarla, como si mi padre, en su artesanía, hubiera prevenido el paso del tiempo con un barniz que no corroyeran los años. Cuando estábamos ahí no existía tiempo, ni distancias, no había nada más que Nino.

Después de su creación la casa fue el punto de reunión por excelencia. Al principio compartíamos el terreno con los niños del vecindario, pero poco a poco la casa fue tornándose algo íntimo, un secreto.

− Ya no me cae bien José, hoy le pegué en la cara y le dije que no volviera.
− Está bien.
− Ya no quiero compartir la casa, Gina. Ya no invites a nadie.

En ese entonces yo no había entendido que lo que en realidad no quería era tener que compartirme con otros niños. La casa era de los dos por el simple hecho de que ambos la habíamos construido, pero yo pertenecía exclusivamente a Nino.
Mi mamá me decía Nina, porque cuándo aprendí a hablar no podía pronunciar mi nombre de otra forma. Cuando conocí a Nino, puesto que la anécdota de mi madre no figura en mi memoria, me presenté como Nina. Uno pensaría que tal coincidencia nos uniría en una amistad prácticamente indestructible, pero Nino encontraba más relevante nuestra afinidad por coleccionar bichos y jugar videojuegos.

− Tu nombre es Gina.

No soportaba que yo pudiera ser una versión de él en femenino.

Los intentos fallidos de mi madre por darme un hermano resultaron en la prácticamente perpetua estancia de Nino en nuestras vidas. Paseos familiares con Nino, día de pesca con papá y Nino, llamadas de atención en la dirección con Nino, funerales con Nino. Aún ahora, después de tanto tiempo, sigue visitando a mi madre los jueves por la tarde. Toman café y hablan de muchas cosas. Nino no fue el hermano que nunca tuve pero para mi madre sigue siendo el hijo que no pudo tener.

Como era de esperarse, en nuestros años de adolescencia la casa del árbol se convirtió en nuestro refugio. Si ya había en años pasados tomado el papel de nuestro escondite secreto, a medida que crecimos se volvió más sagrada, mucho más íntima, más nuestra. La primera vez que me besaron no fue en la casa del árbol, sino unas cuadras lejos de ahí, en el puesto de helados de la señora Chayo con un niño que se llamaba Jaime o Javier, no recuerdo bien su nombre, al que le cambié un beso por un helado. El beso no fue en la casa del árbol, pero el berrinche que hizo Nino cuando se enteró sí.

Sería lógico asumir que Nino y yo eventualmente terminaríamos enredados en algún tipo de romance, pero a mí nunca me gustó pensar que Nino fuera mi novio. Nino era Nino y punto. Cuando cumplí 16 años Nino esperó en la casa del árbol con un pastel sorpresa a pesar de ser pésimo cocinero.

- Sabes que estoy a dieta
- Pero es tu cumpleaños.

Los minutos en los que Nino cortó el pastel me parecieron eternos. No comí y Nino no me habló por dos semanas.

La casa del árbol era un cofre del tesoro, donde guardábamos cada momento que era digno de recordar. Anotábamos la fecha y la colgábamos en una de sus incorruptibles paredes. Se llenó el día 24 de noviembre del 2001 en que, mientras llovía, Nino y yo nos besábamos en el piso. No fue por eso. Unos momentos antes yo había llegado empapada hasta los huesos a la casa y había visto a Nino contemplando el vacío que se acumulaba en el piso e iba formando un pequeño charco.

− ¿Nino?
− ¿Crees en el amor?
− Sí.
− Yo no.

El padre de Nino había muerto cuando él era muy pequeño. No sabía nada de él, excepto que su madre lo amaría por siempre (al menos eso le había dicho). Ahora iba a casarse de nuevo.

− No quiero estar vivo, ya no.
− No seas payaso Nino.
− No es por eso, ¿nunca has sentido que nada de todo esto tiene sentido? Todo me parece una farsa. Gina, la vida es una total y completa farsa.
− No lo es.
− El amor es una farsa.

Siempre he pensado que para probar un punto hay que, en efecto, demostrarlo en la práctica. Ese día reafirmé su fe en la vida y en el amor de la mejor manera que se me ocurrió.

Las crisis existenciales en Nino no eran algo poco común. En realidad, esa sólo fue una de tantas. Después de años de ser amigos ya me había acostumbrado a ellas, al igual que Nino se había acostumbrado a mis dietas innecesarias, pero yo sí sabía cómo curarlo de todas sus dudas mientras que él nunca pudo si quiera empezar a entender las mías.

A pesar de que Nino y yo crecimos juntos, la vida mientras estaba con él era muy diferente a lo que en realidad era. Salir de la casa del árbol, desprenderme de los brazos de Nino significaba para mí lo mismo que ser arrojada al mar en una balsa de madera.

Nino y yo no asistíamos a la misma escuela, pero de haberlo hecho se habría dado cuenta que yo nunca era con los demás como lo era con él. No tenía más amigos, ni amigas, no me invitaban a fiestas, ni a grupos estudiantiles, nadie se burlaba de mí ni me hacía la vida imposible. Yo era por definición invisible. Llegar a casa, puesto que la casa del árbol se volvió más hogar que mi propia casa, era existir, era estar viva. Los únicos ojos que me veían eran los ojos de Nino. Empecé a darme cuenta de que mi vida se limitaba a la casa, a sus paredes de madera, a su columpió chueco, a nuestros libros y nuestros juegos. Después de la escuela corría a la casa del árbol y nunca volvíamos a casa hasta bien entrada la noche.

Mi padre murió el verano en que la casa cumplió 10 años de haber sido construida. Era un hombre muy sano, un poco subido de peso, gentil y amante de los perros. Su único defecto fue haber vivido para mi madre. Ese fue el primer funeral al que fui con Nino y se quedó conmigo hasta que la señora que hacía el aseo en la capilla empezó a barrer sobre las lágrimas de mamá.

− No entiendo esto.
− No te preocupes por entenderlo, no se puede.
− ¿Recuerdas cuando me dijiste que la vida era una farsa?
− No hables de eso.

Tal vez si en ese momento hubiéramos hablado al respecto, la idea se hubiera evaporado de mi mente. Tal vez una caricia o un beso hubieran hecho el truco pero, además de ser pésimo cocinando, Nino no poseía mis dotes curativos.


No quiero decir que fue la muerte de mi padre la razón por la que Nino y yo empezamos a pelear tanto. Mi padre no tenía la culpa, lo que menos había querido había sido morirse. Sin embargo, a partir de ese momento mi cuerpo empezó a asumir físicamente la invisibilidad que hasta entonces Nino había logrado dejar fuera de la casa.

− ¿Recuerdas cuando me dijiste que ya no querías estar vivo?
− Eso fue hace mucho tiempo.
− Nino, a veces siento muchas ganas de morirme.
− No seas ridícula.

A partir de ese día ya no pude ver a Nino a los ojos, porque en el miedo que emanaba de ellos era imposible no vislumbrar mi propia muerte.

Nino no estaba enojado conmigo, inclusive ahora sé que no me odia por haber hecho lo que hice. Los detalles del suicidio me parecen completamente irrelevantes comparados con los días que Nino permaneció en la casa del árbol sin derramar ninguna lágrima. No salió de ahí más que para aparecer furtivamente en el funeral y abrazar a mi madre. Ese fue el segundo funeral que Nino pasó con nosotros, más concretamente con mi madre.

Después de ese verano Nino no volvió a la casa del árbol y a ésta parecieron pegarle de golpe todos los años que los tres habíamos podido esquivar. Lo primero en caerse fue el columpio. Poco después fueron cediendo el techo, las paredes invencibles y la escalera. Al cabo de un año ya sólo quedaban unas cuantas tablas en las ramas que nos habían sostenido a mí y a Nino. A mí y a Nino y a mi padre.

viernes, 4 de junio de 2010

Sábado 5 de junio del 2010 (1:37 am)

(extraído de mi diario personal)

Gabrielle:
La vida se ha vuelto tan difícil. No recuerdo en que momento o creo que más bien es que recuerdo el momento exacto en que me di de cara contra el piso...

Quisiera que fuera posible vivir de sueños, en burbujas que no puedan tocar ni ser tocadas.

A veces, de verdad, quisiera estar sola aunque yo sola es suficiente para volverme loca. Yo sola gano y pierdo y no encuentro.
Será que me tomo muy enserio la vida? Este cumulo inútil de horas y minutos que no pasan o pasan sin mí.

Qué va a ser de nosotras, Gabrielle, dentro de 5 años?

Qué va a ser de mí?

No estoy segura de que me guste del todo esto de vivir.