martes, 28 de septiembre de 2010

tormenta de nieve

Nací. Se dice que en el momento en que se es expulsado del vientre de la madre, en ese momento en que el doctor, la partera, el esposo o una amiga, sostienen en sus manos al nuevo ente y a éste se le da su primer golpecito en la espalda; en el momento en que se te abren los pulmones por primera vez y entra esa bocanada de desolación que viene con el aire del mundo, desde ese punto en el que se puede gritar y llorar de la manera más libre para expresar el descontento, desde ese instante tienes vida. Sin embargo, a través de mis bien o mal vividos 26 años, me he dado cuenta que el momento en el que en realidad se comienza a vivir es un punto marcado en tu línea del tiempo al que, por lo general, puedes volver y decir: Fue aquí. Si no es así, tienes de dos: o eras todavía muy pequeño como para recordarlo, o de plano, todavía no estás vivo. Mi diagnóstico sería lo segundo.
Irónicamente el momento en el que empecé a vivir, fue cuando me di cuenta de que iba a morir si no lo hacía. La vida para mí es el límite, el borde del abismo, la frontera entre dos mundos, pero no entre el cielo y la tierra, o el mundo físico y el mundo espiritual, no. La vida es la frontera entre decidir que quieres ser feliz y pensar que ya lo eres. Es la línea intermedia entre la ambición y el conformismo.

Cuando tenía 12 años, una tarde de plena pubertad, bajé a la sala hecha un mar de lágrimas y le grité a mamá que me quería morir. Su respuesta fue mi primera gran lección en la vida.

- “Nada más, no hagas mugrero.”

En ese momento entendí que, en efecto como leí en un libro para niños 20 años después: ríe y el mundo reirá contigo, llora y tienes que limpiarte la nariz tú solo. Unas palabras de aliento o un te amo me habrían mentido por años. La verdad se retorcía con el humo del cigarro.
Mi relación con mi madre me enseñó tantas cosas, la mayoría de las personas aprenden lo que es el rechazo, lo que es amar y no ser amado hasta que cumplen 16 años y se enamoran por primera vez. Mi madre me dio la oportunidad de aprenderlo antes.


Son las 10:18 p.m en mi reloj, pero no sé qué hora sea en realidad, ni tampoco en que meridiano o a cuantas millas de la línea ecuatorial me encuentro. Hace 6 horas que tomé un avión de Nueva York al aeropuerto de Tokio. No estoy casada, trabajo esporádicamente como traductora, he vendido mi casa, voy por mi hija.

Decidí que mi primera hija sería Fubuki en un viaje a Oaxaca que hice con una de mis mejores amigas cuando tenía 20 años. Había leído un libro en el que Fubuki era un personaje bastante infeliz pero fuerte, orgullosa y de honor. Decidí que mi hija no sería infeliz. En la playa un vendedor de tatuajes de hena me mostró algunos posibles símbolos, de entre los kanyis que me mostró, el primero que vi fue el de tormenta de nieve que en japonés se dice Fubuki. No creo en las coincidencias. Seis años más tarde vengo en busca de lo que el destino me pidió que hiciera.
Es por eso que he decidido recapitular en aquellas cosas que construyeron mi vida, todas aquellas personas y situaciones, palabras y miradas que le dieron un giro permanente a la rueda, en otras palabras: quiero recapitular el cambio.

Creo que todos en algún momento nos hemos prometido que no cometeríamos los mismos errores de nuestros padres, es poco probable que lo hagamos, pero, es seguro que cometeremos nuevos errores que serán igual de terribles. Mi madre nunca me pegó, porque cuando ella era pequeña su madre la había golpeado hasta el cansancio, resultado; yo hubiera preferido que mi mamá me pegara a que se pasara toda la vida reclamándome no ser la hija que ella quería que fuese, hubiera preferido sus golpes a su indiferencia o, en todo caso, me parecían la misma cosa.
Quisiera ser la madre perfecta, pero difícilmente lo seré. Escribo esta carta para mi futura hija pero sobre todo para mí misma.

吹雪,
Empecé a morir cuando cumplí 16 años, no recuerdo el momento exacto, pero sé que fue entre haber decidido que quería ponerme a dieta y cuando mi maestra de inglés me dijo que un plátano tenía más calorías que un chocolate. El descubrimiento mortal: las calorías.
Todo el mundo tiene un gran problema en su vida, el mío fue la anorexia, una anorexia que ahora va a afectarte a ti, porque sigue siendo parte, irrefutablemente, mía. Fubuki, me tomó tiempo darme cuenta que la muerte no me había alcanzado en esa cama de hospital en la que casi caigo en coma, sino años antes. Me había alcanzado en mi necesidad de cerrar los ojos cada vez que me cambiaba, me había alcanzado en el odio que llegué a sentir por mí misma, en todo ese asco que a veces aún me encuentra. Yo nunca quise ser yo pero peor aún, nunca acepté que yo tenía que irremediablemente ser yo porque, simplemente, no podía ser otra cosa. Ahora, a pesar de que aún tengo recaídas, comprendo que yo tenía que ser yo para tenerte a ti.
No le temas a la muerte, Fubuki, porque la muerte no es el abandono del mundo terrestre, la muerte es levantarte un día y saber que no quieres abrir los ojos y encarar tu reflejo. La muerte es rechazar la felicidad. La muerte es tú decisión. En todo caso, ten miedo de ti misma.
Al menos en mi vida, la muerte era no poder sentirme satisfecha. Era el dolor que traía el hecho de que no hubiera una persona en el mundo que pudiera hacerme sentir hermosa. Pero con el tiempo entendí que nadie podía hacer eso por mí. Lo único que yo había querido de mi madre era poder ser hermosa ante sus ojos, pero para ella siempre fui o muy tonta, o muy gorda, o muy flaca, o muy dramática, o muy desordenada, muy otra cosa que se alejaba de lo que ella necesitaba que fuera. Fubuki, para mí, eres perfecta. Quise tenerte desde hace 6 años, quise que fueras de nacionalidad japonesa porque las mujeres asiáticas, a mi parecer, son las más hermosas. Te deseé, te necesité, te amé mucho antes de haber hablado con la encargada del centro de adopción, mucho antes de que me dijeran que había una muchacha que estaba embarazada, mucho antes de conocer a tu madre biológica, de hablar con ella y que me dijera “lo único que le pido es que conserve el nombre que escogí: Fubuki, cómo mi abuela”, y el mundo, con sus coincidencias, me demostrara que Dios existe y que, en efecto, tiene un plan para todos. Pero por más que te ame, no puedo hacerte sentir satisfecha con lo que eres, porque hoy entiendo que antes que escucharlo de mi madre, necesitaba creer yo misma que aún con todas mis fallas, simplemente ser yo podía ser suficiente.

Alguna vez me dijeron que en el momento en el que te embarazas, buscas instintivamente estar con tu madre, siempre dudé que, en mi caso, fuera a ser cierto. Pero ahora que estoy camino a conocerte, comprendo que es verdad. Si bien, no tengo a mi madre a mi lado, instintivamente he vuelto a su recuerdo, a las cosas que hacía, aquellas cosas que hizo mal, aquellas cosas que le agradezco y al amor que me tuvo como mejor supo tenerlo. Fubuki, mereces lo mejor que alguien pueda darte. Lo que más le recrimino a mi madre fueron sus prioridades, porque entre ellas nunca figuramos mi hermano y yo, ni siquiera mi padre. Su prioridad principal fue su enfermedad, su actividad diaria era estar enferma y lo único que no le perdono fue haber rendido a ello, año con año, una parte de sí misma. Para cuando cumplí 19 años, mamá ya no era ni madre, ni esposa, era sólo una especie de ente que viajaba de su cuarto a la sala, que fumaba y no hablaba, no comía, ya ni siquiera lloraba. Me sentía culpable pero ¿Qué culpa podía tener yo?
Amor, yo también estoy enferma y la anorexia ha sido el centro de mi vida por años, hasta ahora dirigía mi salud física, mental, mi relación con los demás y hasta mi vida sexual. ¿Qué culpa tienes tú? Fubuki, en el último avión que tomé me despedí de la anorexia, aunque sé que seguirá siendo parte de mi vida; el centro, ahora, eres tú. Yo no voy a rendirme. No toda la historia se repite.

Crecí rodeada de libros, una de las cosas que más le agradezco a mamá fue haberme metido libros hasta en la sopa, como consecuencia los libros fueron mis únicos amigos, me enseñaron un mundo increíble, del que hasta ahora estoy enamorada, un mundo que sueño compartir y recorrer contigo, pero un mundo completamente solo, un mundo aparte. Aprendí a leer, alrededor de mis 4 años, antes de entrar a la escuela, pero hice mi primer amigo, yo sola, cuando cumplí 20. La vida es tantas cosas y el libro más grande que puedes leer es el mundo, la historia de tu vida es la que puedes escribir e ir releyendo con los años, un libro cuyo sentido cambia todos los días.
No te encierres, no te alejes, no te pierdas. Todos los días tienes una nueva página y con el tiempo esas nuevas páginas pueden reescribir una historia cuyo final no te gustaba. En la medida en que te permitas hacer las cosas, irás descubriendo que nada es imposible.
La promesa más grande que he hecho, la hice hace 10 años. Me prometí que jamás dejaría de hacer algo que deseara, hay gente que pasa su vida arrepintiéndose de no haber hecho por miedo, lo que querían hacer. Arriésgate. Vive en extremo, sin límites, haz historias de las que te puedas reír mañana y durante toda tu vida. Haz al menos un mejor amigo, besa a alguien aunque no creas volver a verlo, vete de pinta, escápate, ríete. Al final, lo único que no puedes solucionar, son aquellas cosas que nunca hiciste.


Conocí a Oscar cuando tenía 17 años, lo recuerdo perfectamente. Estaba en casa de una amiga y llegó junto con otros dos amigos, nos sentamos a platicar, me pidió que le diera un poco de desinfectante, me miró a los ojos y supe que él iba a ser el amor de mi vida. Enamorarse es así de fácil. Basta con hablar hasta las 3 de la mañana una noche, basta con mirarlo a los ojos para saber que abandonarías todo lo que tienes por estar con esa persona. Lo difícil es hacer que ese amor funcione. Han pasado casi 10 años. Recuerdo perfectamente la noche que me dejó, lloré 17 horas seguidas y a partir de ese día juré que jamás volvería a llorar tanto por un hombre. Fubuki, no vale la pena.
He tenido tantas relaciones conflictivas, al final me di cuenta que ninguna me funcionaba porque esperaba que, mágicamente, llegara un hombre que me hiciera la mujer más feliz del mundo cuando ser feliz era única y exclusivamente responsabilidad mía.
El amor es lo más grande que existe, pero sólo el amor que puedas tenerte a ti misma moverá montañas y cruzará desiertos. No abandones todo por un hombre. No dejes tu felicidad en las manos de otras personas, compártela con quien tú quieras, pero que sea tuya, Fubuki, así jamás alguien podrá quitártela. La felicidad es tu responsabilidad y en medida que relegas un poco de esa responsabilidad a los demás, en la medida en que tu felicidad depende de lo que sientan o hagan otras personas vas a ir perdiendo un poco de ti misma, al final, si no tienes cuidado, puedes quedarte sin nada.

Esas han sido hasta ahora las cuatro lecciones más grandes de mi vida, aquellas experiencias cuya finalidad ha sido aprender a desapegarme de las personas y de las cosas, aprender que la responsabilidad de mi salud es mía, que no se puede vivir esperando a que la felicidad llegue montada en un caballo blanco ni esperando llenar las expectativas de tu familia. No te rindas ante la muerte, no te rindas ante la soledad, no te rindas ante el amor, no te rindas ante ti.
Te lo digo a ti, Fubuki, pero sobre todo me lo digo a mí misma.

Sobre todo a mí misma.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Esa noche

"no me hubieras dejado esa noche"
-café tacuba

No te besé, porque besarte era perderte.
Nadie debería subestimar un beso.
Un beso habría bastado para deshacer mi vida,
para darme cuenta de todo lo que no tengo
y empezar de cero.
Y no empezar de nuevo.
Un beso habría quedado en un beso,
en una noche lo suficientemente larga
cómo para matar recuerdos.
Besarte hubiera sido olvidarte
después de tenerte,
después de encontrarte.

Y dónde quedo yo?
Y dónde quedas tú?

No besarte fue la excusa perfecta para verte.
No cerrar la puerta,
abrir las ventanas de este cuarto,
cada vez más vacío, que soy.
No te besé.
No podía.
Porque besarte significaba, necesariamente,
perderme.

Y dónde quedas tú?
Y dónde quedé yo?

receta médica

50 miligramos de felicidad
controlada
desgarrada.
Amarrada a estas sábanas,
una semana sin levantarse de la cama,
sin dormir, sin llorar.

Yo no sabía
que esto era la vida
no vivir y no obstante
morir todos los días.

martes, 7 de septiembre de 2010

un martes común y corriente

Di vuelta en la esquina, en ese momento me percaté de que había olvidado de donde venía y hacia donde iba, no podía recordar que hacía ni que pensaba, no sabía de quien eran las piernas que se movían bajo mi mirada y no encontraba forma alguna de relacionarme con ellas, había perdido mi cuerpo, había olvidado todo. Me sentí loca.

Vi el autobús y las cosas empezaron a caer lentamente a sus respectivos lugares, reconocí las piernas como mías, el sabor a café me recordó a una amiga y, en el vaivén de mi mochila, encontré la certeza de que la vida es tan efímera y tan breve como caminar una cuadra. Como dar vuelta en la esquina y no saber quien eres.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

la vida

Es quedarte dormida en el trayecto de tu casa a la escuela, abrir los ojos y no saber exactamente cuanto tiempo estuviste dormida. Debieron ser días, debieron ser años.